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Ascanio

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Ascanio

Esta es una historia de un señor que podía ver elefantes tragados por boas donde el resto sólo distingue sombreros; un «Principito» de la prestidigitación que puso sobre el tapete el mundo al revés durante casi cincuenta años.
A estas alturas habrá notado el lector que a cada mago le acompaña un naipe en la página. El autro barajó las cartas y le fue asignando a los personajes de este libro la que el azar dejó en la mezcla. Con un poco de trampa –guarde el secreto– consiguió que a Arturo de Ascanio le correspondiera el Seis de Corazones, la carta que tenía en la mano cuando el seis de abril de 1997 murió sin poder acabar el juego que estaba realizando, dándose la circuanstancia de que ése fue, seguramente, el único de su carrera en que tuvo un fallo, el de su corazón.
Había dejado un epitafio en forma de copla:
«Cuando yo me muera, por Dios no lloradme
Con amor haced reuniones y en los Ases habladme.
Y, aunque lo que digo parezca locura
por favor ¡poned una baraja
en mi sepultura!»
Fue el prologuista de Aventuras de 51 magos y un fakir de Cuenca, Alfredo Florensa, el que desparramó una baraja sobre su cuerpo sin vida, en el tanatorio. En el entierro, cientos de naipes fueron cayendo en cascada, como lluvia de trucos sobre el féretro, arrojadas por sus colegas, ante la sorpresa de los sepultureros, que pensaban que estaban siendo testigos de un episodio de locura colectiva.
Había nacido en Tenerife en 1929, y la vocación por la magia se le despertó tan temprano que, así como otros niños ilustran a las vistias con el «Para Elisa» al piano, él lo hacía con juegos de manos.
A los dieciocho años llegó a la sede madrileña de la Sociedad Española de Ilusionismo, que entonces funcionaba en una pequeña habitación de un piso perteneciente a un familia totalmente ajena a la magia y a las experiencias más rocambolescas de Madrid, que ocurrían al otro lado de la pared de su salón, en lo que podría ser un argumento digno de una película de Vitorio de Sica.
La abuela que le abrió la puerta el día de su llegada no odía imaginar que el jovenzuelo que acababa de entrar en su casa era el futuro padre de la magia en España.
Hizo migas de inmediato con el único muchacho de su edad que había por allí, Florensa, y ambos se presentaron al examen para ingresar en la Sociedad.
Junto a ellos también se examinó un tal Ripoll, al que no se le volvió a ver, seguramente espantado por las maravillas que contempló en los otros dos aspirantes, que ya es mala pata la coincidencia, tal que si en un examen de química le toca a uno resonder después del matrimonio Curie.
Los ilusionistas veteranos ya empezaron a sospechar que Marcus, que por entonces así se hacía llamar Arturo, tenía más de Merlín que de Rey Arturo…

Si quieres leer más, busca en la página 106 de «Aventuras de 51 magos y un fakir de Cuenca», de Ángel Idígoras

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