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Dai Vernon

foto de Dai Vernon

Dai Vernon

Imaginemos a Dai Vernon con una carta en sus dedos. Todo el público ha visto que se trata de la Jota de Tréboles. Basta con un soplido que salga debajo de los pelos de su bigote para que el naipe se transforme mágicamente en la Reina de Corazones, la mujer con la que flirteó los noventa y ocho años de su vida.
Quizás recuerden a Dai Vernon. Era aquel niño de doce años al que su padre le regaló «El experto en la mesa de juego», un libro de trampas de juego escrito por un tahúr que decía llamarse Erdnase, sin saber que aquel momento iba a suponer el comienzo de la cartomagia contemporánea, que ese regalo representaba para el niño lo mismo que para Pablito Picasso un estuche de lápices de colores o para Cristobalito Colón un continente nuevo
que descubrir cuando fuera mayor. El libro de Erdnase se mantuvo más de ochenta años en la mesita de noche de Vernon, al lado de una baraja y un puro.
Aunque la baraja, y sobre todo el puro, los iba cambiando a medida que se gastaban, el mismo libro le sirvió siempre para descubrir nuevas e infinitas aplicaciones de las trampas a la magia con naipes.
David Frederick Winfield Verner, ése era el verdadero nombre de Dai Vernon, vino al mundo en Otawa (Canadá), en 1894. Como ya conocemos que desde niño le anduvo rondando la magia, saltemos hasta 1923, cuando, con el Erdnase en el petate, se largó a Nueva York.
Empezó allí a ganarse la comida recortando las siluetas de perfil de los viandantes. Cuando no tenía en sus dedos unas tijeras, Dai Vernon se dedicaba a desnudar la baraja de su estuche y a descubrir sus escondrijos, con la curiosidad del que busca en el cuerpo de su novia algún lunar oculto.
En los locos años veinte, cuando ya conocía de las cartas hasta el carné de identidad de la Jota de Picas, su nombre comenzó a murmurarse entre las pandillas de magos: «¿Conoces al muchacho canadiense? El otro día engañó con las cartas al mismísimo Houdini».
Cada vez que llegaba a sus oídos la noticia de que algún mago podía hacer un pase nuevo, o que algún tahúr había ideado una triquiñuela original, Vernon guardaba en la maleta su Biblia de la cartomagia –el Erdnase– y se marchaba a buscarlo, actuando de feria en feria por el camino. Así aprendió a contar las pulsaciones del palo de Corazones.
Su fama fue creciendo y llegó hasta los oídos de la señora Rockefeller King, una importante representante de artistas, que le fichó para que actuara ante la alta sociedad americana. En los años treinta, las pandillas de magos ya reconocían que Dai Vernon era el mejor del mundo con una baraja en sus manos.
Los contratos se le multiplicaron de tal forma que, en alguna ocasión se vio en un lío gordo, al tener que actuar en dos sitios distintos a la vez. Según la anécdota, Vernon se había comprometido a trabajar como cartómago en un crucero mientras que su agente le había firmado para las mismas fechas una serie de actuaciones en un teatro, donde debía mostrar un número de magia oriental en el que, bajo el nombre de Chung, se presentaba ataviado de oriental y oculto tras una máscara. El embrollo pudo solucionarse gracias a Sam Leo Horowits, un ilusionista de primera, íntimo amigo de Vernon, que ensayó el número, se disfrazó como Chung y, dando esquinazo en los camerinos a los dueños del teatro, logró engañar a todos doblemente, con los magistrales trucos del Oriente y con el cambiazo de mago, que nadie detectó.
En los años cuarenta, Dai Vernon distinguía por el olor los naipes de Tréboles y las pandillas de magos reconocían que ya era una leyenda.
En 1955 volvió a meter el Erdnase en su equipaje y partió hacia Europa, para ofrecer una serie de conferencias a sus colegas y explicarles nuevas sutilezas técnicas y psicológicas para sorprender con el cartón de los naipes. Las pandillas de magos que aprendieron de él el protocolo del palacio del Rey de Diamantes, desde entonces le apodaron «el Profesor».
En los años sesenta se instaló en el Castillo Mágico de Hollywood, donde permanecería el resto de sus días. Nadie con dos dedos de frente osaba ocupar la mesa que tuvo reservada en el bar del Castillo durante veintinueve años. Aquella mesa se convirtió en lugar de peregrinación de los ilusionistas de todo el orbe, ávidos por sentarse junto al padre de la cartomagia moderna (uno de cuyos rasgos consiste, precisamente, en hacer las magias sentado) y ansiosos por escuchar de su boca consejos tan sabios como: «No hagas un juego que no harías si pudieras hacer magia de verdad».
Sería una idiotez intentar exponer aquí cómo eran los efectos que hicieron legendario a Dai Vernon entre el censo mundial de magos, pero me daré por satisfecho si el lector confía en mí y se cree que esto que va a leer es verídico:
Cuando le pedían que mostrara su famoso «Triunfo», el juego más rápido del mundo, ocurría lo siguiente: Un espectador escogía una carta y la introducía, tras mirarla, en el mazo. Vernon decía entonces: «Hace poco, la primera vez que hice este juego, un espectador me preguntó si podía mezclar él la baraja. Le dije, por supuesto, que sí. Pero al entregársela, ¿saben cómo mezcló?… Así». En este momento el Profesor mezclaba la mitad de las cartas boca arriba con la otra mitad cara abajo. «Fue una desfachatez por su parte –se quejaba Vernon–, pues las cartas quedaron cara arriba… cara abajo… totalmente revueltas. ¿Cuánto tiempo creen que tardaría una persona normal en poner todas las cartas en un mismo sentido?». Fuera cual fuera la respuesta, Vernon aseguraba poder hacerlo con mayor rapidez y pedía a alguien que midiera el tiempo cuando él le avisara. «Preparados… listos… ya… ¡Alto!». El cronómetro tan sólo había marcado unas décimas de segundos cuando todas las cartas, salvo la escogida por el espectador, se encontraban boca arriba.
Cuando murió en 1992, las pandillas de magos se pusieron muy muy tristes.

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